La firma digital, ciertamente, está compuesta por un juego de claves -una privada asociada a una pública-, y un certificado digital emitido por las entidades autorizadas para el efecto, habida cuenta que el suscriptor del documento lo firma mediante la introducción de una clave privada, la cual activa un algoritmo que encripta el mensaje -lo hace ininteligible- y lo envía junto con una copia del certificado digital del mismo por la red de comunicaciones; a su vez, el receptor del mismo para hacerlo comprensible tiene que activar el algoritmo criptográfico, mediante la introducción de la clave pública del firmante, y si ella está asociada a la primera se producirá la desencriptación.
Recibido el mensaje, el programa de ordenador del receptor dará acceso al contenido del certificado digital, documento mediante el cual el prestador de servicios de certificación vincula unos datos de verificación de firma a un firmante y confirma la identidad de éste; de suerte, pues, que la función principal del aludido certificado es vincular una clave pública -dato de verificación de firma- a una determinada información relativa a una persona concreta, dando así seguridad de la identidad del autor del mensaje. Por ello, tal certificación debe contener el nombre, dirección y domicilio del suscriptor e identificarlo; la clave pública del mismo; la metodología para verificar la firma digital del suscriptor impuesta en el mensaje de datos; el número de serie del certificado, su fecha de misión y expiración y, por supuesto, estar firmado por el ente certificador e indicar su nombre, dirección y el lugar donde desarrolla sus actividades (Artículo 35, Ley 527 de 1999).
Dicha especie de firma electrónica se equipara a la firma ológrafa, por cuanto cumple idénticas funciones que ésta, con las más exigentes garantías técnicas de seguridad, pues no sólo se genera por medios que están bajo el exclusivo control del firmante, sino que puede estar avalada por un certificado digital reconocido, mecanismos que permiten identificar al firmante, detectar cualquier modificación del mensaje y mantener la confidencialidad de éste.
De manera, pues, que el documento electrónico estará cobijado por la presunción de autenticidad cuando hubiese sido firmado digitalmente, puesto que, al tenor de lo dispuesto en el artículo 28 ibídem, se presumirá que su suscriptor tenía la intención de acreditarlo y de ser vinculado con su contenido, claro está, siempre que ella incorpore los siguientes atributos: a) fuere única a la persona que la usa y estuviere bajo su control exclusivo; b) fuere susceptible de ser verificada; c) estuviere ligada al mensaje, de tal forma que si éste es cambiado queda invalidada; y d) estar conforme a las reglamentaciones adoptadas por el Gobierno Nacional. Por lo demás, será necesario que hubiese sido refrendada por una entidad acreditada, toda vez, que conforme lo asentó la Corte Constitucional, éstas “certifican técnicamente que un mensaje de datos cumple con los elementos esenciales para considerarlo como tal, a saber la confidencialidad, la autenticidad, la integridad y la no repudiación de la información, lo que, en últimas permite inequívocamente tenerlo como auténtico” (C-662 de 2000), pues, a decir verdad, ellas cumplen una función similar a la fedante.
4.2 Por otra parte, debe dejarse en claro qué ocurre con los documentos electrónicos carentes de firma, punto en el cual cabe asentar que aunque ella es útil para establecer la autenticidad del documento electrónico no es imprescindible, habida cuenta que cuando el mensaje carece de ella, el juez puede adquirir certeza sobre su autoría mediante otros mecanismos, particularmente, mediante el reconocimiento que del mismo haga la persona a quien se le atribuye o el que hagan sus causahabientes, todo esto sin olvidar que podrá la parte que lo aportó tramitar el incidente de autenticidad, en el que le incumbirá la carga de probarla.
En ese orden de ideas, el reconocimiento regulado por el artículo 269 del C. de P. Civil se impondrá como insoslayable respecto del mensaje de datos desprovisto de una firma digital, habida cuenta que se trata de un documento que no ha sido suscrito ni manuscrito por su autor y carece de un signo de individualidad que permita imputar autoría y, por ende, ejercer el derecho de contradicción a la persona que la parte que lo aporta señala como su creador.
Si las cosas son de ese modo, refulge la inanidad de la acusación que el censor hizo consistir en que el juzgador no agotó las facultades oficiosas con miras a establecer la autenticidad del mensaje de datos contenido en el correo electrónico que le atribuyó al señor Fernando Cerón Quintero, primer esposo de su compañera permanente, pues habiendo sido éste citado a que reconociera el documento y asumiera su contenido como de su autoría, el compareciente lo negó rotundamente, desconocimiento ante el cual ninguna actividad oficiosa podría reclamársele al juez.
Es evidente que de persistir el demandado en la creencia de que ese correo realmente debía atribuirse al mencionado señor, debió emprender la demostración pertinente, sin que le sea dado aliviarse de sus cargas probatorias trasladándoselas al juez, pues, como es sabido, las facultades oficiosas de éste no fueron previstas para suplir la inactividad de las partes.