Palabras del Dr. Carlos J. Sarmiento Sosa en el Colegio de Abogados del Estado Bolivar, delegación Puerto Ordaz, el dia del abogado del año 2009
Un triste 12 de noviembre de 1996, el doctor José Gabriel Sarmiento Núñez, mi padre, homenajeado in memoriam, entró en la inmortalidad, en ese largo y profundo túnel del que no se regresa, rodeado del amor de Rosita Sosa de Sarmiento, mi madre, sus hijos y nietos.
Durante el tiempo transcurrido desde ese día –hace más de una década- el mundo ha cambiado a pasos agigantados no sólo por la influencia de la high-technology, sino por los distintos fenómenos de toda índole que han ocurrido por doquier en un planeta globalizado; pero al mismo tiempo, los valores morales de Sarmiento Núñez, adquiridos de sus mayores y que con ahínco y desprendimiento trasmitió, permanecen incólumes, y hoy, cual la mitológica Ave fénix, cobran vida en este sagrado recinto que es la Delegación Puerto Ordaz del Colegio de Abogados del Estado Bolívar, con motivo de su cuadragésimo aniversario como organización gremial, reconocida por la Federación de Colegios de Abogados de Venezuela, cuando Sarmiento Núñez presidía la máxima organización de los abogados venezolanos.
Por circunstancias de trabajo, me tocó colaborar en ese incipiente proceso de funcionamiento de la Federación de Colegios de Abogados de Venezuela que, carente de sede, despachaba en nuestras oficinas de abogados en Caracas, y en más de alguna oportunidad pude compartir con representantes del gremio de Puerto Ordaz que gestionaban la autorización para actuar como delegación, hasta que finalmente el 12 de agosto de 1969 resultó solemnemente autorizado su funcionamiento.
Muchos podrían ser los aspectos a abordar en esta ocasión con relación al movimiento gremial de nuestro país, no obstante, me voy a circunscribir a aquellos aspectos que Sarmiento Núñez consideraba fundamentales en un estado de derecho: la colegiación en la abogacía, la independencia judicial y la Judicatura.
Prima facie, he de dejar sentado que esas consideraciones le devenían a Sarmiento Núñez de su profunda convicción democrática, la cual costeó con celda y destierro durante el oprobioso decenio militarista finalizado aquel glorioso 23 de enero de 1958, y que diera lugar a que Rómulo Betancourt, al dedicarle en 1954 un ejemplar de Venezuela: Política y Petróleo, le escribiera:
“A José Gabriel Sarmiento, quien ha pagado con persecución y exilio su pasión por Venezuela y su amor por la libertad”.
Esa voluntad democrática y su fe en la vocación de libertad del pueblo venezolano, la expresó así1:
“Si bien es cierto, que en determinadas épocas de nuestra vida independiente, los nubarrones de la opresión han ensombrecido los cielos de la patria, es también verdad indiscutible que en el corazón y en la mente de los venezolanos ha vibrado siempre el anhelo de la libertad democrática como único sistema de gobierno”.
Junto a esa premisa, analizaba Sarmiento Núñez la función del gremio de abogados y expresaba que éste debía mantenerse alejado de toda actividad político partidista con miras a mantener un equilibrio entre las diversas tendencias que existen en una organización que haga posible el acercamiento entre los profesionales del derecho, sin distinción de ideologías; y cuando ejerció la Presidencia del entonces Colegio de Abogados del Distrito Federal entre 1960 y 1962, pudo desarrollar un programa estrictamente gremialista que incluyó la ampliación y adecentamiento de la vieja sede de El Paraíso, el incremento de actividades sociales, científicas y culturales y la instauración de la Escuela de Práctica Jurídica con cursos permanentes dedicados preferentemente al adiestramiento de los abogados recién egresados de las Universidades.
Para 1970, cuando una crisis afectaba al Colegio Médico de Caracas por el enfrentamiento de grupos políticos que pretendían controlar su Junta Directiva, comentó2:
“…es perjudicial para los Colegios de Profesionales Universitarios que sus directivas estén ligadas, influidas o dominadas por agrupaciones políticas, pues ello obstaculiza una labor independiente de los gremios ceñida a la legítima y exclusiva conveniencia de los asociados”.
Años después, al celebrar el inicio de actividades del movimiento Rescate al Colegio de Abogados (ARCA) organizado por abogados caraqueños en los primeros años de los 90’s, con miras a convertir el Colegio de Abogados del Distrito Federal en una auténtica tribuna democrática al servicio de la profesión y de la administración de justicia, Sarmiento Núñez3 , al rememorar su actuación frente al gremio, se expresaba así:
“Logramos alcanzar tan importantes beneficios porque sostuvimos en todo momento que, de acuerdo con los fines que le están encomendados, la misión fundamental del Colegio es la de mantener el honor, la dignidad y el decoro de todos los profesionales del derecho, así como velar por los intereses propios de la profesión, procurando que todos sus miembros se guarden entre sí respeto y consideración, y que observen una conducta irreprochable en el ejercicio de sus respectivas actividades profesionales”.
Concluía su mensaje sobre el papel de los Colegios de Abogados sentenciando severamente:
“Sólo una directiva independiente y honesta, será capaz de erradicar la politiquería intrusa y reivindicar para el Colegio de Abogados los nobles fines que le están encomendados”.
Esta reseña sobre la independencia política de los Colegios de Abogados adquiere vigencia cuando peligrosamente se crean movimientos destinados a afiliar a profesionales de determinadas tendencias en agrupaciones supuestamente destinadas a cumplir las mismas funciones que los Colegios porque con ello se desnaturaliza la función gremial que, en ningún caso, puede tener como objeto prestar apoyo a funciones de gobierno u oposición, sino que deben estar al servicio de los intereses de todos los profesionales, sin distingo de colores o pensamientos.
Dentro de este orden de ideas, hay que recordar que constituye un acto de intrusismo y una violación de los derechos fundamentales la grosera e inadmisible intervención del bicentenario Colegio de Abogados del Distrito Capital, decapitado por una aberrante decisión judicial de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia ante la contemplación atónita del gremio y que, gracias a la gestión desplegada por algunos profesionales dedicados a la actividad corporativa, ya ha sido hecha del conocimiento de la comunidad internacional a través de Embajadas extranjeras acreditadas en Caracas y de la Federación Interamericana de Abogados.
En cuanto a la colegiación, Sarmiento Núñez4 sostenía que debía ser considerada como la esencia misma de la Abogacía y, al respecto, agregaba que en virtud de ese carácter mancomunado, al abogado se le debe considerar, no como un sujeto que realiza su función de modo aislado, sino como miembro de una entidad corporativa que lo absorbe, pues encuentra en la colegiación el instrumento adecuado para realizar satisfactoriamente su misión a través de la idea asociativa, que lo liga a sus colegas en una organización colectiva que persigue directamente los fines institucionales del conjunto.
“Un Colegio fuerte y adecuadamente estructurado – comentaba-, no sólo consigue llevar a su verdadero y más alto grado de desarrollo el sentido exclusivo que tiene la intervención de la abogacía y la defensa práctica de la libertad profesional del abogado, sin que, además, puede imponerse a las conveniencias particulares de sus miembros, a las eventuales rebeldías de sus componentes, a la impunidad de posibles conductas censurables de sus colegiados”.
Esas consideraciones se enmarcaban en la aún vigente Ley de Abogados de 1967, que define a los Colegios como “corporaciones profesionales con personería jurídica y patrimonio propio, encargadas de velar por el cumplimiento de las normas y principios de ética profesional de sus miembros y de defender los intereses de la Abogacía”. Y digo aún vigente porque esa cuarentona ley, se inscribió dentro del ordenamiento jurídico de la democrática Carta Magna de 1961, y sus bases fundamentales cada día han venido adquiriendo más utilidad cuando el desarrollo de los derechos humanos hace que la presencia de los Colegios de Abogados sea activa, no meramente pasiva ni dedicada solamente a las importantes funciones de cumplir y hacer cumplir las normas de deontología y los Reglamentos de Honorarios Mínimos, sino el estrado desde el cual deben defenderse el derecho a la libertad y a la democracia como la forma por excelencia de vivir en una sociedad en la cual priven el principio de legalidad y la seguridad jurídica, sin bozales, sin más ataduras que la Constitución y las leyes.
A la par de los Colegios, la Ley de Abogados dispuso que en la Entidad Federal donde no existiera Colegio de Abogados por no estar domiciliado en ellas el número de profesionales allí previstos, podrán constituirse en Delegación los abogados que allí estén residenciados, siempre que se encuentr
en inscritos en un Colegio y en el Instituto de Previsión Social del Abogado, las cuales dependerán de la Federación de Colegios de Abogados de Venezuela y con las mismas atribuciones de los Colegios, salvo la de inscribir títulos.
Y así nació esta Delegación que, a lo largo de los años, se ha convertido en una importante entidad que si bien agrupaba inicialmente a un pequeño grupo de abogados, en la actualidad numerosos profesionales del derecho que han hecho de Puerto Ordaz su querencia y han echado raíces en la noble tierra guayanesa, se han incorporado a la Delegación; y, dada la importancia que ha adquirido, está en capacidad de cumplir, con igual decisión y responsabilidad, las ya comentadas funciones que corresponden a los Colegios, como son las que atienen a la libertad y a la democracia, principalmente cuando huracanados vientos crean tormentas que hacen encender hasta las más insensibles alarmas.
Los Colegios de Abogados siempre se han destacado frente al oprobio. Un antecedente se encuentra en la digna y decidida actitud del Colegio de Abogados de Lima frente a un régimen militarista de ingrata recordación en la República del Perú. Sarmiento Núñez5, al respecto, comentaba:
“[…] el Colegio de Abogados de Lima ha mantenido en esta etapa excepcional que padece Perú, una actitud digna y decidida, pero estrictamente ceñida a su función gremialista y vigilante de la observancia de la Ley. Esa encomiable labor debe servir de ejemplo a los Colegios de Abogados de América, para que estas instituciones de profesionales se dediquen, sin influencias políticas, a cumplir sus fines propios, a dignificar el ejercicio de la abogacía y a velar, con toda imparcialidad e independencia, por la recta aplicación de la Constitución y de las Leyes”.
Hoy a 30 años de este comentario sobre el papel del gremio de abogados, vemos con complacencia que el constituyente de 1999, así como incorporó a los abogados dentro del sistema de justicia, consagró en el artículo 350 de la Constitución, el derecho de todo ciudadano, y por tanto a los entes gremiales, a desconocer cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticas o menoscabe los derechos humanos, sobretodo cuando arbitrariamente se pretende enjuiciar penalmente a abogados por actos cumplidos en ejercicio del derecho de defensa de sus patrocinados6, o cuando se niega el derecho a tutela judicial efectiva mediante la inadmisión de recursos ante el Tribunal Supremo de Justicia so pretexto de una cínica y kafkiana interpretación de una torticera norma de la ley orgánica que rige sus actividades y que inconstitucionalmente la faculta para negar la admisión de las demandas por contener conceptos ofensivos o irrespetuosos7; o más aún, cuando el Supremo Tribunal declara ante la opinión pública que las sentencias de la Sala Constitucional han consolidado la inmunidad de Venezuela frente a Tribunales Extranjeros8; y, peor, cuando se da luz verde a la penalización de las personas jurídicas agrediendo flagrantemente el principio societas delinquere non potest, interpretando abusivamente el principio de igualdad en lo que equivaldría a un acto de desviación de poder para favorecer la aplicación de sanciones a empresas concesionarias del espectro audiovisual.
Antes de continuar, permítanme recordar al maestro Luis Loreto9, cuando afirmaba: “Murmurar de los jueces es un crimen; criticar sus decisiones con justa y elevadas razones, es función ciudadana”.
En cuanto a la independencia en la función judicial, traigo a colación, como ejemplo, el desempeño de Sarmiento Núñez en la vida pública como magistrado y Presidente de la Sala Político Administrativa de la extinta Corte Suprema de Justicia. En efecto, para los inicios de los años 60´s, los grupos extremistas antidemocráticos, con el apoyo de fuerzas invasoras cubanas, intentaban derrocar el régimen constitucional. En ese tiempo, y pese a las presiones que le venían de todos los sectores, logró mantener su independencia como juez y, ante una demanda de nulidad de inhabilitación de los registros de inscripción del PCV y del MIR presentada por el Ejecutivo Nacional, salvó su voto a sabiendas del disgusto que causaría en las altas esferas del poder.
Dentro de este mismo orden de ideas, la ponencia que Sarmiento Núñez10 presentó ante la Conferencia Judicial de las Américas reunida en San Juan de Puerto Rico, en 1965, en la cual, a manera de decálogo, contiene las bases fundamentales de la carrera judicial, proclamando en una de ellas la necesidad de un sistema apolítico y técnico de ingreso a la judicatura.
Esa imperiosa necesidad de independencia judicial en un estado de derecho, obligaba a Sarmiento Núñez a invocar la opinión del ilustre florentino de la ciencia procesal, el gran Piero Calamandrei11:
“…la peor desgracia que podría ocurrir a un magistrado sería la de enfermar de ese terrible morbo que se llama el conformismo. Es una enfermedad mental similar a la agarofobia: el terror de su propia independencia; una especie de obsesión, que no espera las recomendaciones externas, sino que se les anticipa; que no se doblega ante las presiones de los superiores, sino que se las imagina y les da satisfacción de antemano”.
Por eso, siempre habrá de tenerse presente que, como lo ha proclamado en el año 2002 la Sala Constitucional del TSJ12, “la independencia funcional significa que en lo que respecta a sus funciones, ningún otro poder puede intervenir en lo judicial, motivo por el cual las decisiones de los Tribunales no pueden ser discutidas por los otros Poderes”.
Con respecto a la importancia que representa el Poder Judicial, finalizaba en 1968 el gobierno constitucional de aquel noble y recordado guayanés, el doctor Raúl Leoni, para dar inicio el doctor Rafael Caldera al tercer gobierno democráticamente electo; y en aquel momento, Sarmiento Núñez advertía13:
“…que no se olvide, ni por un momento, que una judicatura vigorosa, independiente y digna, es requisito indispensable y consustancial para la existencia misma de una sociedad respetuosa del régimen democrático de derecho”.
Esta afirmación la reiteró posteriormente, en 1990, al afirmar14:
“No podrá haber paz sin una judicatura confiable y eficaz. Porque cuando se pierde la fe en los jueces, cuando impera la ley del revólver, no sólo hay crisis de la justicia, sino que las instituciones democráticas se ven amenazadas”.
Además de estos aspectos tan fundamentales para el sistema democrático, como es la independencia judicial y la significación del Poder Judicial, el delicado tema del gobierno de la Judicatura se ha mantenido por años en el tapete y, 1966, Sarmiento Núñez, con motivo de un proyecto de Ley Orgánica de la Carrera Judicial presentado al Congreso de la República formuló diversas observaciones al texto propuesto, criticando especialmente la composición que pretendía darse al Consejo de la Judicatura, al incluirse en ese cuerpo mayoría de los representantes de los Poderes Legislativo y Ejecutivo frente a los del Poder Judicial. Cabe recordar que habiendo fallecido en 1970 el ex magistrado doctor Julio Horacio Rosales, Sarmiento Núñez hizo públicos15 los comentarios del difunto sobre el tema. Decía el doctor Rosales:
“El Consejo de la Judicatura no puede enajenar su carácter de órgano judicial genuino. Sus funciones son meramente judiciales, sus fines, judiciales exclusivamente ¿a qué, pues, esa intromisión parasitaria y formalista de dos espiones, dos centinelas? ¿acaso dos delatores? Pues, son escuchas y agentes de observación, sondas, una del Poder Legislativo, la otra del Poder Ejecutivo. ¿Y qué pueden llevar y traer útilmente esos respectivos correveidiles al Poder Legislativo y al Poder Ejecutivo desde el seno (que debe ser supuesto honorable) del Consejo Judicial, a aquel y este Entes del Estado?”.
Y agr
egaba el doctor Rosales:
“La precaución del constituyente fue un resabio del eterno prejuicio de mirar al Poder Judicial como al ´hermanito lisiado´ de la familia, necesitado del atolito y la cucharada, considerando potentes capitanes o vigorosos campeones los otros dos Poderes”.
Concluía tajantemente el doctor Rosales definiendo el espíritu intervencionista que predominó en la norma constitucional de la Constitución de 1961 que preveía que, en la integración del Consejo de la Judicatura, hubiera representación de los tres poderes públicos:
“Especie de servilismo en la sangre, que inspira reminiscencia indeliberada del no bien desposeído complejo del gendarme necesario”.
Las voces de Sarmiento Núñez y los comentarios del doctor Rosales no fueron escuchados y, en 1969, se constituyó el tristemente célebre Consejo de la Judicatura con la representación de los miembros del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo. El resultado, a quienes nos tocó la hora del tiempo en esa época, podemos dar fe de que, con esa integración del Consejo de la Judicatura y del control político que de él se hizo, la independencia judicial acabó siendo materia de discusión en centros académicos mientras la partidización daba cuenta de los cargos de magistrados y jueces de la República por lo que, cuando se produjo la eliminación de ese decadente organismo y su sustitución constitucional por la Dirección Ejecutiva de la Magistratura dependiente del Tribunal Supremo de Justicia nació un hálito de esperanza en la reconstitución de un Poder Judicial en los términos concebidos en la Constitución de 1999.
Sin embargo, esa confianza se ha traducido en frustración cuando en la Ley Orgánica del Sistema de Justicia, en proceso de promulgación, se instituye una Comisión Nacional del Sistema de Justicia como órgano permanente de coordinación y planificación de las políticas y planes del sistema de justicia, la cual estará integrada por dos diputados, dos ministros, el Fiscal General, el Contralor General, el Procurador General, el Defensor del Pueblo, un diputado en representación de los pueblos indígenas y nada más que tres magistrados del Tribunal Supremo de Justicia.
Qué hubieran expresado estos juristas que clamaban por un gobierno autónomo de la Judicatura, ante un ente con una estructura propia para el repertorio de la palabrería jacobina16 en el cual la representación del Poder Judicial será escasamente un 25% de sus integrantes? De sus comentarios antes transcritos, pareciera que visualizaron el futuro que esperaba al Poder Judicial. No hacen falta más palabras para reprochar la norma que instituye la aludida Comisión y para concebir que, a partir de allí, difícilmente se podrá aspirar a un Poder Judicial enmarcado dentro de un estado de derecho, sin olvidar que un proyectado de Código de Etica Judicial terminará con cualquier posibilidad de administrar justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley, por lo menos de la manera que la conciben las sociedades occidentales que se han inspirado en la clásica división de poderes del ilustre Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu. Cómo un juez va a sentenciar imparcialmente y ajustado a derecho si lo que se pretende es que su fallo sea del agrado de mitinescos cónclaves so pretexto de que el poder popular está en la calle?. Será que algún intelectual anclado al pasado feudal previo al 1789 malinterpretó lo que, sobre el principio de publicidad procesal, opinaba aquel famoso personaje de la Revolución Francesa, Honoré Gabriel Riquetti, Conde de Mirabeau17 al decir: “Dadme al juez que os plazca; parcial, venal, incluso mi enemigo; poco me importa, con tal de que no pueda hacer nada sino de cara al público”. O será que lo que se pretende es el secuestro de la justicia por un obcecado intrusismo ajeno a esos principios democráticos cuyos remotos antecedentes nos devienen de esa tradición que nos han legado la cultura y civilización occidentales venidas a las Américas en las carabelas del gran Almirante de la Mar océano para fundirse en un todo indisoluble con los elementos indígena y africano?. Hasta ahora, solamente se ha escuchado en estos días la voz de la magistrada Blanca Rosa Mármol de León18 quien ha afirmado que el fatídico proyecto de código de ética atenta contra la independencia del Poder Judicial.
Los Colegios de Abogados, y en particular esta Delegación, han venido cumpliendo su papel en medio de las dificultades; pero ante ultrajantes proyectos que definitivamente enterrarían la independencia judicial constitucionalmente consagrada, o ante sentencias signadas por el síndrome de la agarofobía o pronunciadas bajo designios ajenos al derecho, deben asumir el desafío de luchar por una judicatura fuerte e imparcial, sometida solamente a la dictadura de la constitución y las leyes, que es la base fundamental del Estado de Derecho.
Solo me queda por tomar las palabras de Luigi De Magistris19, juez penal en Nápoles, cuando al exponer sus ideas acerca de cómo enfrentar a la mafia, ha expresado recientemente:
“En definitiva, la historia la tenemos que escribir también nosotros, en nuestro pequeño mundo, aunque con la conciencia de que algunos de nosotros pagarán un precio injusto y quizás también muy duro, pero esto en un cierto sentido es ineludible cuando se ha decidido explotar una profesión que nos impone defender, en la práctica de la jurisdicción, los valores de igualdad, libertad, justicia, verdad, como efectivos garantes de los derechos de los cuales los ciudadanos, e in primis los más débiles, nos piden una tutela concreta”.
Distinguidos oyentes:
Esta cuadragésima celebración de la instalación de la Delegación y el homenaje que hoy se rinde a José Gabriel Sarmiento Núñez llena de orgullo a sus descendientes. Nos recuerda que él, con méritos propios y suficientes logrados a través de su brillante carrera profesional y científica, como lo dijera quien fuera su entrañable amigo, el doctor José Román Duque Sánchez20, tiene vigencia y arraigo dentro de la cultura jurídica venezolana y, por ello, sus principios deben reiterarse para que las generaciones presentes y futuras comprendan que en Venezuela han existido hombres como él, a quien la doctora Hildegard Rondón de Sansó21 definió “como un representante cabal de la mejor forma de la cultura jurídica nacional, y de la reciedumbre de los hombres de nuestra tierra”.
Por ello, este emotivo y singular acto me hacen evocar unas palabras del doctor Román J. Duque Corredor22 hacia Sarmiento Núñez:
“…no podemos decirle “aeternum vale” (“adiós para siempre”), sino por el contrario, por el cariño que le tuvimos y le tenemos, “ab imo pectore” (“desde el fondo del corazón”), debemos manifestarle que por cuanto, pertransit benefaciendo (“se pasó haciendo el bien”), “in aeternum (“para siempre”) es y será para todos, propios y extraños, “monumentum aere perenius” (“un monumento más durable que el bronce”).
Puerto Ordaz, Estado Bolívar, junio 23 de 2009.